Entre los años 1870 y 1913 está comprendida la época denominada como Restauración Meiji en Japón, la cual es un proceso que se da “producto de la intersección de dos acontecimientos históricos profundamente arraigados: la lenta decadencia del feudalismo japonés causada por sus propias contradicciones internas y la violenta intrusión del imperialismo occidental en el oriente asiático.” (Spartacist, 2005) 

El Imperio Japonés, liderado de nuevo por la figura del Emperador, empezó un proceso de transformación interna altamente ligada con su competitividad y evolución industrial. Estas transformaciones estaban conformadas por reformas tanto económicas como políticas y sociales que tenían como objetivo principal incorporar de manera gradual la institucionalidad occidental dentro del sistema feudal japonés, en aras de poder competir a nivel internacional con las potencias Europeas y convertirse en líder en Asia del Este. Empezó entonces un vertiginoso proceso de modernización que lo llevaría a posicionarse como el primer país no occidental que experimentaba una revolución industrial. Sin embargo, gracias a esta revolución industrial y conversión política, la sociedad Japonesa empieza a sufrir cambios a nivel social y cultural; sus costumbres y tradiciones pasan a un segundo plano y se establece la emulación de las costumbres occidentales como el orden del día. De este modo, las viejas costumbres educativas y laborales se vuelven obsoletas frente a los modelos occidentales, conllevando esto grandes consecuencias para un gran sector de la población rural que no contaba con los medios ni las capacidades para hacerle frente a esta nueva estructura económica y social. 

El imperio Japonés se empieza a enfrentar entonces con una nueva problemática interna que surge a partir del rápido desarrollo industrial: “una población rural inactiva y frondosa y una presión demográfica creciente” (Lausent-Herrera, 1991, pág. 13) 

La enorme cantidad de individuos en situación de pobreza, que antes habían dependido del sistema feudal para su subsistencia y que no contaban con la educación o capacitación suficiente para poder insertarse en estas nuevas dinámicas, empezaban a ser entonces una carga económica para el imperio, que no podía ofrecerles soluciones a corto plazo. Es por esto que “a partir de 1868 el gobierno de Japón permitió la salida libre al exterior de sus ciudadanos” (Sanmiguel, 2006, pág. 81) y gracias a esto medidas tales como el “dekasegui, política nipona que gestiona la migración temporal al exterior por motivos de trabajo” (Arostica, 2013, pág. 2) empezaron a tomar fuerza dentro del territorio y sobre todo dentro de las prefecturas más pobres de Japón, como Okinawa, Fukuoka, entre otras. 

Estas políticas suplían a la vez dos objetivos principales del gobierno japonés a inicios del siglo XX. Primero, expulsaba en grandes cantidades a la población poco capacitada del territorio, de modo que pudieran encontrar un modo de subsistencia fuera de este y no 16 fueran una carga para el mismo imperio y para la sociedad en vías de desarrollo. Y segundo, ampliaban su área de influencia por medio de la comunidad emigrante a territorios desconocidos donde podrían exacerbar el impacto del imperio japonés. El imperio japonés se propuso entonces durante los años 1910 a 1920 dirigir las futuras migraciones, de modo que se pudieran utilizar como instrumentos de producción al servicio de sus necesidades nacionales, las cuales comprendían proyectos nacionalistas y militaristas y la carrera por las materias primas. (Lausent-Herrera, 1991) 

De igual forma, estas incentivas se fundamentaron en la idea de “prosperidad” que la raza japonesa pretendía proyectar a base de procesos colonialistas que le permitieran al imperio adquirir terrenos por medio de asentamientos de individuos leales al Japón. “Es por esto mismo que se les conocía a la vez como ishokumin, un híbrido entre las palabras imin (emigrante) y shokumin (colonizador), y kimin, que se traduce de forma literal a persona abandonada.” (Takenaka, 2004). 

Esta dualidad a nivel del lenguaje representa de forma directa el estatus con el cual contaban estas comunidades en su tierra natal y el tipo de clasificación en torno al cual se iba configurando su identidad cultural. Eran considerados una parte determinante del proyecto expansionista del imperio, pero a la vez eran considerados individuos expulsados y abandonados por su comunidad por el bienestar del resto de la población. Los primeros migrantes Japoneses se caracterizaban por ser hombres jóvenes, con capacidades para laborar en oficios que requerían fuerza y vitalidad, dado que los trabajos ofrecidos requerían de fuerza bruta y trabajo manual en la mayoría de los casos. Eran oportunidades laborales en condiciones arduas, pero al no contar con ninguna educación formal o con la capacitación suficiente para insertarse en las nuevas dinámicas económicas que estaban siendo rápidamente implementadas en la sociedad japonesa gracias al nuevo marco de industrialización, los campesinos o jornaleros veían en estas ofertas el camino para salir del desolador panorama de la pobreza, teniendo como objetivo lograr recaudar suficiente capital como para volver a su tierra y vivir dignamente. “Emigrando jóvenes eran capaces de maximizar sus ganancias a lo largo de su vida laboral, y emigrando sin familia minimizaban los costes de la emigración y maximizaban sus posibilidades de ahorro” (Sánchez, 2002, pág.23)

Al principio los países más apetecidos eran los de habla inglesa, tales como Estados Unidos, Canadá, o las Islas en el Pacífico, en las cuales se llevaban a cabo actividades de producción de azúcar o de algodón. Esto dado que en estos territorios la paga era mucho más generosa y las condiciones de vida y de trabajo no eran tan precarias como si demostrarían ser las condiciones en América Latina. Sin embargo, este flujo migratorio encontró su fin precipitadamente gracias al amplio rechazo que expresaba la sociedad norteamericana a la enorme cantidad de migrantes chinos y japoneses que llegaban a sus territorios. “La restricción impuesta por los países de habla inglesa hizo que el rumbo de la emigración japonesa cambiara hacia los países de habla española y portuguesa.” (Sanmiguel, 2006) 

Mientras tanto, en Latinoamérica, desde hacía unos años se venían adelantando procesos abolicionistas que tuvieron grandes repercusiones en los ingenios agrícolas. Gracias a la supresión de la esclavitud y a los procesos de construcción de Estado que se venían dando después de los procesos independentistas, junto con los reclamos de varios sectores de la población que no querían verse atropellados nuevamente por los nuevos dirigentes de estas sociedades, la inmigración y la búsqueda de mano de obra barata era una necesidad imperante para los gobiernos y los monopolios económicos. “Los sectores que más necesitaban trabajadores solían ser los relacionados con el sector azucarero, las plantaciones bananeras y algodoneras, y empresas ferroviarias, agrícolas y febriles.” (Martinez Martin, 2017, pág. 111). 

La inmigración irregular y el tráfico de trabajadores Chinos le pusieron una solución parcial a esa problemática y al mismo tiempo sentaron las bases para que una futura inmigración Japonesa fuera posible. Sin embargo, la consecuente limitación y prohibición de la inmigración China a territorios Latinoamericanos, gracias a la influencia, y en cierto modo “copia” de las políticas migratorias estadounidenses, y la exposición al Gobierno Chino sobre las condiciones del trabajo con las que contaban estos individuos, término generando una nueva crisis en los sectores económicos que necesitaban de manera imperiosa suplir sus necesidades de mano de obra para seguir funcionando. (Lausent-Herrera, 1991) 

Es en este contexto que los gobiernos latinoamericanos junto con el gobierno japonés adelantan una serie de políticas orientadas al aumento de la emigración de la población japonesa hacia América Latina, en donde se les presentaban oportunidades de trabajo y de asentamiento temporales que a grandes rasgos beneficiaban a todos los actores implicados. Uno de los países en los cuales se dio uno de los asentamientos más numerosos fue en Perú.


Artículos bibliográficos

  • Arostica, V. (2013). UN SILENCIOSO PROCESO DE ACULTURACIÓN. TESTIMONIOS DE INMIGRANTES JAPONESAS EN CHILE, 1950-2010. Hemispheric and Polar Studies Journal. Vol. 4., 1-31.
  • Lausent-Herrera, I. (1991). Pasado y Presente de la comunidad Japonesa en el Perú. Lima: IEP Ediciones. Instituto Frances de de Estudios Andinos IFEA. 
  • Sanchez, B. (2002). La época de las grandes migraciones. desde mediados del siglo XIX a 1930. Procesos Migratorios, economia y personas. No. 1, 19-30. 
  • Sanmiguel, I. (2006). Japoneses en Colombia. Historia de inmigracion, sus descendientes en Japón. Revista de Estudios Sociales , 81-96. 
  • Spartacist. (Enero de 2005). La restauración Meiji: Una revolucion proburguesa no democrátca. Obtenido de Internacional Communist League: https://www.iclfi.org/espanol/spe/33/meiji.html
  • Takenaka, A. (2004). The Japanese in Peru: History of Immigration, Settlement, and Racialization. Latin American Perspectives, Vol. 31, No. 3, East Asian Migration to Latin America, 77-98.